En Bolivia hay dos países, uno donde los niños asisten al colegio en góndola y el otro en que los niños asisten sin zapatos.
En Bolivia hay dos países, cada uno con realidades profundamente diferentes. Mientras que en las ciudades se debaten discursos y promesas que marcarán el futuro de nuestro país, las zonas rurales sobreviven en silencio, olvidadas, deshabitadas de toda esperanza de un mejor mañana.
En medio de paisajes deslumbrantes, territorios fértiles y una riqueza natural incomparable las comunidades rurales bolivianas viven una paradoja dolorosa. Son territorios ricos en historia, cultura y recursos, pero empobrecidos por el olvido del Estado. Porque la marginación no se trata simplemente de distancia geográfica, sino del abandono político, económico y social. La vida allí transcurre entre caminos improvisados de tierra, escuelas precarias, postas de salud casi inexistentes y servicios públicos que brillan por su ausencia.
Más del 34% de la población boliviana reside en las zonas rurales de nuestro país. Demografía que va más allá de un número, porque representa a millones de personas marcadas por brechas que vulneran su calidad de vida. Según datos de la Fundación Jubileo, se estima que el 58,8% de la población rural vive en extrema pobreza. Una pobreza que se intensifica con el desequilibrio económico que está atravesando nuestro país.
No basta con leyes que se decreten en papel. Aún hay miles de niños que abandonan la escuela, porque no hay materiales, no hay profesores, no hay instalaciones, no hay recursos que motiven su formación. Aún hay enfermos a los cuales no les queda esperanza de vida, porque no hay postas en sus comunidades, deben viajar horas para ser atendidos y los precios de los medicamentos son inalcanzables.
Aún el 20% de la población rural vive sin acceso a agua potable, y el 46% sin instalaciones de saneamiento básico. Aún se vive un deterioro territorial desmedido, no sólo a causa del constante cambio climático, sino de actividades extractivistas, muchas veces ilegales, de las cuales las poblaciones rurales han sufrido de cerca la explotación que vulnera su tierra, limita su seguridad alimentaria y llega incluso a poner en riesgo sus vidas.
Lo más doloroso no es solo la carencia de servicios básicos, sino la naturalización del olvido. Las comunidades rurales han aprendido a no esperar nada, porque viven sin atención, sin oídos que escuchen sus demandas. La resignación se vuelve rutina y las promesas de desarrollo y seguridad se evaporan en el viento.
Han pasado siglos y los tiempos han cambiado, sin embargo no cambia la indiferencia hacia aquellos para quienes las brechas son más grandes que las oportunidades. Mientras no cerremos esas brechas, el futuro seguirá siendo una promesa incumplida para millones. Porque el verdadero desarrollo no se mide por metros de asfalto, sino por la dignidad con la que vive su gente.
Por: Priscila Siles Becerra