La irrupción de la inteligencia artificial (IA) en la lucha contra el cambio climático generó un intenso debate en la COP30. Aunque no figura oficialmente en la agenda de negociaciones, su uso —y sus consecuencias— se volvió un punto clave entre delegaciones que observan tanto su potencial transformador como los riesgos ambientales asociados a su rápida expansión.

Por un lado, la tecnología abre oportunidades inéditas para la gestión climática y agrícola. Un caso emblemático es el sistema desarrollado en Laos por la investigadora Alisa Luangrath, ganadora del premio Acción Climática con IA 2025. Su plataforma combina sensores de humedad, mediciones meteorológicas e inteligencia artificial para entregar a agricultores información en tiempo real sobre agua, suelo y riesgos climáticos. El sistema, liberado bajo licencias de código abierto, busca expandirse hacia comunidades vulnerables en otros países.
Pero el impulso global hacia la IA contrasta con un punto crítico: la infraestructura que la sostiene está generando impactos ambientales cada vez más severos. Centros de datos que almacenan y procesan millones de datos consumen enormes cantidades de electricidad y agua, además de minerales extraídos mediante procesos que no siempre cumplen estándares ambientales. Organizaciones como el Instituto de Defensa del Consumidor (Idec) advierten que muchas de estas instalaciones se emplazan en zonas con escasa regulación, profundizando crisis hídricas y generando disputas territoriales.
En países como Chile, Uruguay y los Países Bajos, datacenters fueron restringidos o expulsados tras evidenciar altos consumos de agua y energía. Brasil, sin embargo, continúa en una carrera por atraer estas infraestructuras, generando tensiones adicionales en territorios indígenas y ecosistemas ya vulnerables.
La discusión se vuelve urgente en un contexto donde la IA crece exponencialmente: el mundo pasó de 500.000 centros de datos en 2012 a más de 8 millones en la actualidad. Según estimaciones citadas por expertos del PNUMA, la infraestructura relacionada con la IA podría consumir seis veces más agua que países enteros como Dinamarca, y aumentar significativamente las emisiones de gases de efecto invernadero si continúa dependiendo de energía de origen fósil.
La COP30 plantea así un reto doble: acelerar el uso de la IA para enfrentar la crisis climática y, al mismo tiempo, establecer límites ambientales que garanticen que su impacto neto sea positivo. El PNUMA propone cinco acciones esenciales, entre ellas medir con estándares globales la huella de la IA, exigir a las empresas transparencia ambiental, promover centros de datos alimentados por energías limpias y reciclar componentes tecnológicos para reducir su demanda de minerales.
Mientras el mundo avanza hacia una digitalización acelerada, la discusión en Belém deja claro que la IA no es solo una herramienta: es un desafío estructural que exige gobernanza ambiental, innovación responsable y cooperación entre países para evitar que una solución tecnológica genere a su vez nuevas crisis planetarias.
Por: Joel Poma Chura - Comunicación Cecasem

