Fuego y resistencia

25 de agosto de 2025

Cuando el corazón verde de Bolivia arde

Bolivia despierta nuevamente con el corazón encendido. Los incendios forestales han regresado a la Chiquitanía y se expanden hacia áreas críticas como el Parque Nacional Noel Kempff Mercado y Villa Tunari, en Cochabamba. No se trata de una amenaza futura, sino de una realidad que ya golpea con fuerza y que obliga a preguntarnos por qué, año tras año, repetimos la misma tragedia. Según reportes oficiales, más de 700 focos de calor fueron detectados en las últimas semanas en 66 municipios de seis departamentos. Solo en Noel Kempff, Patrimonio Natural de la Humanidad, se estima que más de 50 mil hectáreas están ardiendo, con consecuencias irreparables para su biodiversidad única.

El recuerdo de los grandes incendios de 2019 y 2024 sigue vivo en la memoria. En 2019 más de cinco millones de hectáreas fueron consumidas por el fuego, y en 2024 la cifra se duplicó, alcanzando más de diez millones de hectáreas perdidas. El humo cubrió cielos, los animales huyeron despavoridos y miles de familias quedaron en estado de emergencia. Hoy, en 2025, la historia parece repetirse con un guion conocido: la falta de prevención, la permisividad con las quemas “controladas” para expandir la frontera agrícola, los asentamientos irregulares y la debilidad institucional que siempre llega tarde.

El impacto es múltiple. En lo ambiental, los incendios arrasan con bosques que tardarán siglos en recuperarse. El Parque Noel Kempff Mercado alberga especies emblemáticas como el jaguar, el águila harpía y plantas endémicas que no existen en otro lugar del planeta. Cada árbol que cae bajo el fuego es también una parte de nuestra memoria natural que se extingue. En lo social, las comunidades indígenas chiquitanas y campesinas viven el riesgo de perderlo todo: sus casas, sus cosechas, su seguridad alimentaria. Lo que para las ciudades es un titular de prensa, para ellas es la pérdida concreta de la tierra que les da de comer.

La salud es otro de los frentes más golpeados. El humo intenso provoca enfermedades respiratorias, sobre todo en niños y personas mayores. En la crisis de 2024 se registraron miles de pacientes con afecciones pulmonares y problemas oculares; los hospitales se vieron desbordados, y hoy los mismos síntomas comienzan a repetirse. Las clases escolares se interrumpen, los traslados médicos se complican, y el derecho a la vida se pone en jaque bajo una nube de ceniza.

En lo económico, los incendios afectan al turismo, una de las principales fuentes de ingreso en regiones como la Chiquitanía. Los bosques y parques que eran destino de visitantes de todo el mundo hoy aparecen en las noticias como territorios devastados. Las comunidades que antes recibían ingresos por guiar a turistas o vender productos locales ahora enfrentan el abandono. A esto se suman las pérdidas en agricultura y ganadería: cultivos enteros se arruinan, animales domésticos mueren y los precios de los alimentos tienden a subir por la escasez.

El Estado ha declarado emergencia nacional y ha solicitado apoyo internacional, reconociendo que no tiene la capacidad suficiente para enfrentar un desastre de esta magnitud. Se ha señalado que la mayoría de los incendios no son fenómenos naturales sino provocados por la mano del hombre. La pregunta, sin embargo, no es quién prende la chispa, sino por qué seguimos siendo un país que permite y normaliza prácticas que convierten cada temporada seca en una bomba de tiempo.

Desde Cecasem observamos esta crisis con dolor, pero también con claridad. Los incendios son un problema ambiental, pero sobre todo son un síntoma de injusticia social. En comunidades donde trabajamos hemos visto cómo la falta de políticas de prevención y educación ambiental empuja a la gente a utilizar el fuego como herramienta de producción. También hemos acompañado el sufrimiento de familias que lo pierden todo, desde sus cultivos hasta sus casas, mientras esperan una ayuda estatal que nunca llega a tiempo.

La salida no puede ser simplemente apagar incendios cada año. Necesitamos una visión de país que entienda la prevención como prioridad y no como discurso. Es urgente fortalecer la restauración ecológica con la participación activa de comunidades indígenas y campesinas, recuperar corredores forestales y reforestar con especies nativas que garanticen resiliencia. Es imprescindible educar a las nuevas generaciones en prácticas agroecológicas que eliminen la dependencia del chaqueo como forma de cultivo. Es vital una reforma normativa que frene los desmontes ilegales y sancione de verdad a quienes lucran con la destrucción del bosque.

Bolivia no puede seguir perdiendo su riqueza natural por falta de planificación y por intereses cortoplacistas. Lo que está en juego no es solo la biodiversidad, sino también el futuro de la soberanía alimentaria, el derecho a la salud y la supervivencia misma de comunidades enteras.

Los incendios en la Chiquitanía, en Noel Kempff y en Villa Tunari nos recuerdan que el fuego no distingue entre especies ni territorios: arrasa con todo lo que encuentra a su paso. Pero también nos muestran que la indiferencia social y la pasividad política son tan peligrosas como las llamas. Como país debemos preguntarnos cuántos años más vamos a aceptar que la historia se repita, cuántas hectáreas más debemos perder para reaccionar, cuántos niños más deben enfermarse antes de entender que no se trata de un fenómeno natural inevitable, sino de un modelo de desarrollo equivocado.

El corazón verde de Bolivia está ardiendo y con él también se consumen nuestras posibilidades de futuro. Pero todavía hay tiempo de aprender. Todavía hay tiempo de reconstruir. El desafío es grande, pero la alternativa —quedarnos sin bosques, sin agua, sin vida— es impensable. Los incendios de este año deben ser la última llamada de alerta. El país entero tiene que asumir que sin justicia ambiental no habrá justicia social.

Por: Brian C. Dalenz Cortez

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